La primera perversión ajena. Ese instante tan poco sagrado que nos hace partícipes de los sentimientos de otro. Cuando tenías 9 años e ibas a cortarte el pelo a la peluquería más cercana de la colonia, o a la que cobrara menos, en la que conocías a la peluquera. Hoy te toca entonces la que está a una cuadra de la iglesia; si, la que tiene cuadros de cascadas púrpuras, un estéreo Sanyo, plantas falsas y dos sillas modestas enfrente de sendos y cacarizos espejos. Te sientas a esperar tu turno. Tomas una TvNotas y vas a la sección de chistes y horóscopos, no sin antes pasar todas las otras páginas (la de tu interés es la penúltima) sin mucha atención. Cuando estás a punto de tomar el ejemplar del mes en curso, que acaba de desocupar el señor que espera a tu lado el final del trajín tijerero que recorre las amadas grebas de su compañera, la disposición de las personas cambia. El pago; las despedidas; el momento en el que te quedas a solas con la peluquera, quien baja aún más el volumen de la música. Te sientas en la silla y mientras te corta el pelo, con un gesto subterráneo, un gesto que a ti no te suena de nada, aproxima su busto contra tu espalda, contra tu hombro. Frota una, tres, veinte, veces, las que sean necesarias para terminar el corte: casquete corto con la máquina del tres. Y tú no entiendes nada. Pagas y lo que acaba de suceder queda en el pasado; en un rincón de tu mente del que no saldrá hasta que la peluquería se convierta en un expendio de dulces; cuando de la dama de las tijeras, las máquinas y los pelos, ya no sepas nada; en el momento en que tu pelo sea una frondosa selva creciendo sin ton ni son sobre tu cráneo.

El corazón de la noche (1984) es una película que reunió a un super equipo de creativos. En la fotografía: Gabriel Figueroa; en el guion: José de la Colina y el director, Jaime Humberto Hermosillo; en la música Joaquín Gutiérrez Heras. El reparto de actores, maravilloso también, incrementado, con creces, por bastantes personas con algún miembro mutilado, alguna parálisis permanente, alguna forma caprichosa, inconclusa. Ellos, los que realmente importaban para esa película, los que cargaban con la fuerza estética, con las partes más poderosas, con los sustos más tremendos y las acciones de más peso. Porque esta historia de crimen, sectas, terror, pasión y hondura poética, no habla mas que de aquello que queremos y de lo que hacemos para conseguirlo. Si la oscuridad tiene un motor, es la pasión. El deseo reconoce como único amo al corazón. Y el corazón es un eufemismo carnoso y tembleque de la razón más profunda. Dicen por ahí que el sacrificio es un honor. Mentira. El sacrificio es también un placer, una simple perversión. Pero qué, si no la perversión, nos hace más humanos; más individuos frente a las masas, pero también más comunes ante el solipsismo.

La segunda perversión ajena. En la que jugamos a no entender lo que pasa. Y parte del juego es realmente desconocer. Esa vez que, en el recreo, Paloma y Nayeli, los arrinconan a Leonardo y a ti en el descanso de la escalera de la escuela. No los dejan pasar y ustedes tratan de avanzar. Ellas les dan la espalda y en un movimiento que parece la quinta regla del decálogo de juegos para el recreo, inclinan sus pelvis hacía los centros respectivos de tú y tu amigo. Entre risas, empujones, abrazos involuntarios, amenazas, atropellos y sudor infantil, se acaba el recreo. Una nube estrangula la luz del sol y la absorbe toda; generosa, reparte la sombra sobre el campo de batalla. Qué divertido, qué natural batalla. Extraña manera de jugar a las atrapadas. Pero entonces, porque ninguna sombra está libre de trifulcas, se aproxima un muchacho de sexto grado; es un año más grande que tú y esos abismales trescientos sesenta y cinco días son un sistema solar inexplorado y solemne. Dice: “No estás tan pendejo, si ya vi cómo te estabas sabroseando a la Paloma”. Se derrumba un poco esa sombra que a la deriva arrancó la luz del mundo, y a la deriva la coloca, ajena, otra.

Esto es una alerta de destripe o arruinamiento. Si aún quieren sumergirse en el misterio de la película, den la vuelta atrás y previo a perder el preciado don de la sorpresa que garantizan los ojos, vean la película aquí. Al final, que es otra forma de inicio, uno renuncia a ser lo que debe ser, para convertirse en lo que será. Y la rebeldía se vuelve rutina y la pasión, cotidiano cosquilleo. Aún no sé cómo escribirlo. Es un presentimiento que quiere salir, pero no encuentra el modo. El terror más grande que vivimos ahora corresponde al infinito de las representaciones, este presente que nos cuenta la misma historia mil veces, y que luego nos vende millones de muñecos y millares de playeras, para después continuar con los libros que explican las historias y concluir con el remake. En este mundo después del hoy, hay una manera de derrocar al terror, de hacerlo menos, llevando al límite las perversiones y convivir con las de los otros, sin prejuicios. Mutilados todos de tabúes, tan inválidos como los tullidos de la película de Hermosillo, podremos asir el latido del ocaso.
La tercera perversión ajena. La que te paraliza, porque también es tuya. No llegaste hasta acá por protocolo, ni por error. Estás al fin donde quieres y buscas. En la mitad de la selva donde fieras sin nombre devoran tus tripas. La casa es antigua. Los techos altos se funden y reconstruyen, aún más inmensos y más veteranos. Las manos buscan y encuentran, parecen construir la máquina blanda, el parapeto de la existencia en el que las hormonas se catapultan al aire y lo último que ven en su extática caída es el rostro confundido de dos perras: Circe y Luna. Que sus ladridos arrullen a la noche, piensas. Exiges. Porque en todos sus siglos de experiencia jamás ha podido verte hundido, tan inexperto y presente, en su corazón.

El cine nos devuelve las perversiones que ya no podemos reconocer en lo vivido.

 

 

Gamaliel Flores (1993) es licenciado en Creación Literaria por la UACM. Ha enfocado su trabajo reciente a la narrativa y a la traducción. Cuentos suyos han sido publicados en las revistas electrónicas Monociclo y Penumbria; y en la antología Los mundos que se agotan (Paraíso Perdido).